Lovelace (2013), Amanda Seyfried se sumerge en la piel de Linda Lovelace con una intensidad que desarma, y lo hace construyendo un personaje cuya belleza se transforma a lo largo de la película: de objeto de deseo ingenuo a mujer consciente del peso que esa imagen ha tenido sobre su vida. La cámara la sigue de cerca, capturando la dulzura de su rostro, sus labios suaves y sus ojos enormes, donde siempre parece habitar algo más que fascinación: una súplica silenciosa.
Linda, en los inicios de su fama, brilla con una sensualidad que parece involuntaria. Hay algo en su manera de hablar, en su sonrisa a medio camino entre la inocencia y el coqueteo, que resulta profundamente encantador. La belleza de su cuerpo se convierte en mercancía, sí, pero el filme sugiere que es precisamente su falta de conciencia sobre ese intercambio lo que la hace aún más cautivadora para quienes la rodean. Es como si su atractivo radicara en su fragilidad.
Lo sexual en Linda no es solo lo que hace en pantalla, sino cómo los demás proyectan sobre ella sus deseos. Su cuerpo se vuelve símbolo, y su rostro —con ese aire de chica común— esconde la tragedia de una mujer atrapada entre la fascinación que genera y el vacío que eso le deja. Seyfried retrata esa dualidad con precisión: sus gestos se van endureciendo, su mirada se vuelve más opaca, pero la belleza sigue ahí, cargada ahora de otro tipo de intensidad.
Lo más perturbador de su encanto es cómo se transforma. A medida que avanza la historia, la sexualidad luminosa del principio se va tiñendo de sombras. Linda ya no es solo una figura deseada: es una mujer marcada por la explotación, cuyo atractivo se convierte en una máscara rota. Sin embargo, incluso en ese dolor, hay algo conmovedor y humano. La cámara no la abandona; sigue encontrando en su rostro una belleza triste, casi espectral.
En Lovelace, el personaje de Linda brilla, se apaga, y vuelve a iluminarse de otra forma. Su encanto no desaparece; muta. La sexualidad que antes la definía se vuelve, al final, testimonio de su lucha. Y en esa transformación, Amanda Seyfried crea una figura femenina compleja, hermosa y profundamente trágica: alguien que no solo fue mirada, sino que también aprendió, dolorosamente, a mirar.