Madrid, 1987, dirigida por David Trueba, lo que permanece grabado en la memoria del espectador no es solo el ambiente cargado de ideas o la tensión narrativa, sino la presencia magnética de la joven protagonista femenina, interpretada por María Valverde. Su belleza no responde a la exuberancia fácil, sino a una delicadeza firme, casi antigua. Tiene un rostro que parece observar más de lo que muestra, y una quietud que habla más que cualquier palabra.
El encanto de su personaje está íntimamente ligado a su inteligencia. No se presenta como una joven ingenua, sino como una mujer que sabe el peso que tienen las palabras, los silencios, las miradas. Hay en ella una mezcla de serenidad y firmeza que desarma, una capacidad de mantener la calma incluso en el espacio cerrado y tenso que comparte con el veterano periodista. Su atractivo intelectual es tan intenso como el físico.
La sexualidad que irradia no es frontal ni explícita. Se manifiesta en gestos mínimos: la forma en que se sienta, cómo sostiene una mirada, cómo desafía con una pregunta sutil. Es una sensualidad latente, cargada de contexto y conciencia, que transforma cada escena en un duelo íntimo y emocional. No hay artificio en su erotismo; está envuelto en verdad, en pensamiento, en resistencia.
En la quietud del baño donde transcurre gran parte de la historia, su figura se vuelve símbolo de un poder femenino joven, moderno, que no necesita afirmarse con gritos sino con presencia. La cámara la observa, pero ella también observa, y esa reciprocidad le otorga una fuerza inesperada. Es ella quien, en silencio, reconfigura las dinámicas de poder.
La protagonista de Madrid, 1987 no solo cautiva por su belleza física, sino por el misterio y la profundidad con que habita cada escena. Su sexualidad es un lenguaje propio, una forma de estar en el mundo que seduce sin pedir permiso, que interpela sin miedo. Es una mujer que, sin moverse demasiado, logra sacudirlo todo.