Capriccio (1987), Tinto Brass construye un escenario donde la sensualidad es protagonista, y el personaje femenino central —Jennifer, interpretada por Nicola Warren— brilla como encarnación pura del deseo. Su belleza es natural, elegante y desinhibida, presentada con una mirada que mezcla nostalgia con una pasión aún latente. Jennifer no solo está filmada con deseo: ella es el deseo, tangible y libre.
Lo que hace tan magnético a su personaje no es solo su cuerpo —aunque Brass lo celebra constantemente— sino la forma en que se mueve, cómo observa el mundo que dejó atrás, y cómo revive con placer y sin culpa los recuerdos de una juventud cargada de erotismo. Su encanto está en su libertad, en su forma de mirar el pasado sin remordimientos, abrazando la belleza de lo vivido.
La sexualidad de Jennifer es abierta, afirmativa y personal. No se somete ni se oculta: se exhibe con elegancia y sin explicaciones. Las escenas eróticas no son gratuitas, sino confesionales. Nos hablan de una mujer que amó intensamente y que aún arde bajo la superficie de una vida domesticada. Su erotismo es nostálgico, pero también profundamente vital.
En Capriccio, Jennifer representa una feminidad sin culpa, sin represión, y sin reglas impuestas. Es un retrato provocador, sí, pero también una celebración de una mujer que se pertenece completamente, incluso cuando se entrega. Una figura que deja claro que el verdadero escándalo no es el cuerpo desnudo, sino el placer vivido con total libertad.